Para mí, como ya lo he dicho antes, no hubo momento de mi vida en que no estuviera Lalo. Siempre estaba allí. Cuando fuimos niños, alternaba entre ser salvador, héroe, maestro defensor y torturador. Yo era uno de sus juguetes favoritos y le fascinaba molestarme. También me contó cuentos de los que aún puedo recordar fragmentos, aún cuando debo haber tenido tres o cuatro años cuando me los contó. También recuerdo que era uno de mis más acérrimos fanáticos cuando éramos muy chicos. Una vez, cuando yo tenía cerca de cuatro años de edad, él, mi mamá y yo estábamos hojeando un cuaderno para colorear. En una de las páginas había un pájaro y recuerdo que dije “¡Pájaro azul!”. Aparentemente, el pie bajo la imagen leía, efectivamente, pájaro azul, de modo que Lalo inmediatamente exclamó “¡¡¡Miren!!! ¡¡¡Puede leer!!!”. También me salvó uno de los ojos en alguna ocasión. Les decía y decía a mi mamá y papá que podía ver que yo tenía algo en el ojo. Cada vez que se asomaban, no podían ver nada. Insistió e insistió hasta que finalmente les pudo explicar que tenían que verlo a contraluz; estaba viendo el ala de un insecto que se había pegado al ojo. La única manera en que podía verse era en ángulo.
Me enseñó a decir insultos (cuando
tenía como cinco años), a atarme las agujetas (como a los siete), a fumar (por
allí de los 10), a entender los juegos de futbol americano (como a los 15) y a
chiflar soplando para afuera y no
para adentro (increíblemente, alrededor de los 20 años).
Su presencia se difuminó y
fortaleció de manera alterna a medida que la diferencia de seis años que existía
entre nosotros adquiría y perdía importancia a lo largo de nuestras vidas.
Durante mis primeros años, era omnipresente. Aparentemente, llegó a ser mi
intérprete cuando empecé a balbucear por primera vez porque parecía poder
entender mi lenguaje de bebé. Definitivamente era el líder en todo lo
relacionado con lo que habríamos de jugar o de ver en televisión y, años más
tarde, cuando mis papás salían de noche y él se quedaba a cuidarme, me mandaba
a la cocina por diferentes cosas, diciendo, “¡Esclava! ¡Tráeme un vaso de
leche!”. Si me enojaba y protestaba, me amenazaba con cambiarle al canal que
estuviéramos viendo. Más o menos durante ese mismo periodo, estaba tomando clases
de judo y me explicó con todo cuidado que era vitalmente importante aprender a
caer de manera correcta para no lastimarse. Se la pasó “enseñándome” a caer
tirándome por toda la casa lo más que podía. Me tocaba sus discos y me enseño a
escuchar la música de los Beatles, de los Rolling Stones, Jimi Hendrix, Janis
Joplin, Jethro Tull y Frank Zappa; más adelante también me ayudaría a
convertirme en escucha ávida de Sting y Diana Krall. También era curiosamente
generoso en momentos en que tener una hermanita debe haber sido un martirio; me
llevó a ver Jesucristo Superestrella y Tommy cuando yo tenía alrededor de 11 o 12
años.
Distintas personas me han dicho qué
maravilloso es que he escrito todo esto acerca de él; que soy una buena hermana
por hacerlo, por hablar de él como lo hago. No es mérito mío; si él no hubiese
sido quien fue, yo no hubiera dicho las cosas como lo he hecho. Era más generoso que
cualquier persona a la que haya conocido, real y verdaderamente. El mundo es un
lugar mucho más triste sin él y todas las personas que no llegaron a conocerlo
se perdieron de algo maravilloso. Era amable y amoroso e increíblemente
gracioso. Sé que su ausencia es algo que siempre llevaré conmigo, de la misma
manera en que su presencia fue algo constante e inamovible en mi vida.
Me hizo prometer que escribiría su
libro por él; he hecho mi mejor esfuerzo. Lo dejo ahora, esperando que sea al menos un
poquito de lo que él hubiera querido. En realidad, no tengo forma de expresar
lo que siento; la falta que me hace. Pero este es mi tributo; es mi canción de
amor para mi hermano, al que extrañaré por siempre.
Susana Olivares Bari
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