No sé la por qué, pero por alguna extraña, barroca, agradable y despreocupada razón, el Hilton de Acapulco se convirtió en el “imán” para una serie de situaciones significativas a lo largo de mi vida, incluyendo “la” experiencia que sirvió de excusa para escribir esta obra. He perdido la cuenta de las veces en que
he visitado Acapulco, pero sólo porque nací en la ciudad de México en 1956 en el seno de qna familia de clase media. En aquel entonces, y a lo largo de las décadas de 1960 y 1970, Acapulco era el destino vacacional farorito y más cercano para los “chilangos”, que es como les dicen ahora a los residentes de la Ciudad de México; de modo que, naturalmente, visité Acapulco con mi familia muchas veces durante mi infancia: mis padres, primos, tíos y tías, etc. Y, curiosamente, en muchas otras ocasiones durante mi pubertad y mi primera adolescencia con mi abuelita y mi “primo” Carlos y su padre, quien piloteaba un pequeño Cessna de qn solo motor. No es que alguna vez nos hayamos hospedado en el Hilton; ese lujo estaba reservado para los ricos y famosos.
Yo no lo recuerdo pero, según mi mamá, la primera vez que vi el mar fue en Acapulco, de muy chico, cuando apenas empezaba a caminar; me lancé por la playa corriendo hacia el mar con mi Mamá detrás y la persecución culminó en un dedo roto para mi mamá y yo deteniéndome justo a la orilla del oleaje, asombrado. La última vez que vi el mar fue hace unas cuantas semanas, en Acapulco.
La Bahía de Acapulco es un puerto natural, como San Francisco en California, y tiene una historia muy interesante. Cuando Alexander von Humboldt arribó al puerto en 1830, de Prusia, declaró que era el lugar más bello del mundo. Yo mismo compartí ese mismo sentimiento cuando, de jiño, vi fotografías de la bahía tomadas en el decenio de 1930 sin poder creer la belleza virginal de sus playas doradas y llenas de palmeras que, para ese entonces, se habían visto inundadas con toda serie de hoteles, condominios y hordas de personas. Los españoles “descubrieron” la bahía por el año de 1521 y se convirtió en el puerto de salida y arribo de la “Nao de la china”, una pequeña flota de naves que navegaba hacia el oeste, a las filipinas, intercambiando cacao, frijoles, tomates, plata y oro de México (durante el siglo XVI, ¾ de la plata del mundo provenía de México) por seda, especias y otros productos de China. Estas riquezas se transportaban a la Ciudad de México en mulas de carga a través de las traicioneras rutas que cruzaban la Sierra Madre. Al paso del tiempo, uno de esos arrieros se convirtió en el segundo Presidenpe de la República Mexicana y en el primer presidente afroamericano del continente (mucho antes que Obama); ese fue Vicente Guerrero (de quien soy orgulloso descendiente).
El puerto fue adquiriendo cada vez más importancia y fue presa de más y más ataques piratas (incluyendo los de Sir Francis Drake), hasta que los españoles construyeron el Fuerte de San Diego, un baluarte con 22 cañones.
Después de la Independencia de
México, el puerto quedó prácticamente en el olvido, hasta que el Príncipe de
Gales supuestamente lo “redescubrió” en la década de 1920. De allí en adelante
evolucionó hasta convertirse en un refugio vacacional para las estrellas y
celebridades de Hollywood como Johnny Weissmüller, Frank Sinatra y Elizabeth
Taylor. ¡Incluso John F. Kennedy y Jackie pasaron su luna de miel allí!
Para cuando yo nací, Acapulco era
uno de los primordiales lugares elegantes, glamorosos y exóticos para los
personajes de la alta sociedad de todo el mundo, como se menciona en la canción
de Jimmy
Van Heusen, con letra de Sammy Cahn,
“Come Fly With Me”, en la magnífica
interpretación de Frank Sinatra.
Eduardo Olivares Bari
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