De alguna
manera parece imposible, pero por otra parte parecería ser algo que sucedió
hace mucho, mucho tiempo…en poco más de un mes Eduardo habrá cumplido un año de
fallecido. El dolor inicial se ha difuminado un tanto cuanto, pero se encuentra
justo por debajo de la superficie y casi con toda seguridad nunca desaparecerá
del todo.
Últimamente
he estado recordando escenas y situaciones aleatorias de sus años de infancia y
adultez sin ningún orden cronológico en los recuerdos, algunos de los cuales
plasmo aquí:
Nuestros
viajes a cada cuando era muy chiquito, especialmente ese donde aprendió a
caminar mientras visitábamos a mi mamá en Chicago. Enseñarle a hablar con lo
que ahora me parece un sufrimiento que le hice pasar (y, también, más adelante,
a su pobre hermana) con un sistema de vocabulario dual--- p. ej. mira/look,
coche/car, luz/light. Debo justificar mi locura diciendo que el motivo era
evitar la desaprobación de mi suegra si sus primeras palabras hubiesen sido
exclusivamente en inglés.
Después
estuvi la ocasi´ñon en que el D.F. estuvo cubierto de carteles que decían “Gringo
go home”. Él y yo estábamos en un taxi y empezó a hablarme en inglés. No hace
falta decir que pensé que era mejor olvidar nuestro modo habitual de
comunicación y que le susurré que por el momento sería divertido hablar
únicamente en español.
Su
desaprobación de la mascarilla de huevo que me apliqué un día--- “¡Mami, huevo
para comer, no para cara!”
Horas
y horas de escuchar música juntos, empezando con mis arrullos para que durmiera
todas las noches y sus versiones diarias desde la cuna al despertar de lo que
yo le había cantado la noche anterior. Después vinieron los primeros discos que
le toqué, “Tubby the Tuba” y todas las canciones de Cri-Cri, aprendidas y
cantadas año tras año. Fuimos compañeros de viaje a través de cada otro género
concebible (no todos los cuales disfruté de necesidad), hasta finalmente
incluir sus propias composiciones que, por supuesto, no sólo disfruté, sino que
también me hicieron sentir muy orgullosa, aunque casi nos vuelve locas a su
hermana y a mí repitiendo una frase particular en el piano una y otra vez hasta
que sintió que estaba perfecta; no obstante, el resultado final fue la
presentación de su composición en la Pinacoteca Virreinal. Las interminables
horas de práctica de guitarra clásica que, para mí, era el instrumento a través
del cual mejor se expresaba pero que más tarde abandonó a favor del violín.
A
lo largo de su infancia acudió a mí en busca de consuelo y/o recomendaciones
dado que su relación con su papá no era lo que se desearía y, durante su adolescencia
y adultez me convertí en su confidente, aunque algunas de las cosas con las que
lidiamos hubiera preferido no saber--- no porque me hayan escandalizado u
ofendido, sino más bien debido al hecho de que, como su madre, cualquier cosa
que lo hería u ofendía me rompía el corazón. Bueno, supongo que se guardó lo
peor para reacciones menos maternales porque Susana ha escrito de diversas
experiencias espeluznantes que le confió a ella y que debe haber sentido eran
simplemente demasiado para mí.
Regresando
a su infancia; cuando llegó Suzy hubo una buena cantidad de las provocaciones
obligatorias del hermano mayor y de súplicas de ayuda de la hermana menor---“¡Mami,
mira a Lalo!” y ¡oh! mi horror al enterarme de que él y sus amiguitos estaban enrollándola
en un tapete para después rodarlo por las escaleras con ella dentro. Ella
estaba delirantemente feliz ante este acontecimiento, yo no.
Lalo
vivió, trabajó y estudió en Cuernavaca por un tiempo y formó un grupo de
músicos que tocaban piezas clásicas de blues, jazz y bossa nova en un restaurantito
que había allí los fines de semana. Me convenció de que me volviera su
vocalista y, por un tiempo, viajé a la ciudad de la eterna primavera cada
viernes a domingo y me divertí como loca. Más adelante, cuando se convirtió en
productor y componía los jingles de sus clientes para transmitirse en los
medios, si mi voz era adecuada para el producto o si la letra debía cantarse en
inglés, me contrataba, por lo que también compartimos esos momentos musicales.
La
última vez que canté para él fue unos muy pocos días antes de que muriera. Para
alegrarlo le canté una “cancioncilla” acerca de enfatizar lo positivo y
eliminar lo negativo que me habían cantado cuando yo era niña. Se fascinó con
el mensaje y me pidió que repitiera la canción una y otra vez y, al final, la
cantó conmigo. Me pidió que le anotara las palabras. Suzy me hizo el favor y se
las dimos.
Cuando
tenía como cinco o seis años, su papá constantemente lo regañaba por, debo
admitirlo, sus malos modales a la mesa. Su papá le decía, “debes aprender a
comer como un príncipe” y así, al finalizar estos recuerdos, tomo prestadas las
palabras de Horacio a Hamlet:
¡Buenas
noches, dulce príncipe; y que coros de ángeles acompañen tu descanso!
Patricia
Bari Frew
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