Feb 23, 2012

Hay una escena en un viejo video musical de un artista colombiano, Juanes, donde lo muestran en medio de una ráfaga de balas, cada una pasándole tan cerca que uno no puede evitar sentir horror. La imagen se ha quedado conmigo desde entonces y a menudo la recuerdo cuando pienso en mi hermano.


            La primera vez que evadió una bala fue incluso antes de su nacimiento. Tarde durante su embarazo, mi mamá cayó enferma de hepatitis. Los médicos le informaron a ella y al resto de la familia, sin rodeos, que no había posibilidades de que el bebé viviera y que sus propias probabilidades de supervivencia eran de alrededor del 50%. Pasó los últimos meses de su embarazo en cama, manchando las sábanas de amarillo con su sudor. A pesar de todo, nació el bebé; con ictericia y con el cordón umbilical alrededor del cuello, pero lleno de vida.

            La segunda ocasión fue cuando aún era bebé, sin siquiera haber cumplido el año. El julio de 1957 hubo un horripilante terremoto que sacudió a la Ciudad de México. El Ángel que coronaba la Columna de Independencia cayó a la tierra. También fue el primer gran terremoto que experimentó mi mamá. Según lo que me ha dicho, el primer pensamiento que cruzó por su mente al despertarse cerca de las 2:30 de la mañana fue que estaban bombardeando la ciudad. Su segundo pensamiento fue, “¡El bebé!”.

            Lalo se encontraba en la habitación contigua, solo, y mi mamá podía oír cómo se sacudían las persianas. Mi papá la detuvo y no la dejó ir. Cuando el temblor finalmente amainó y corrieron a la habitación de Lalo, la pared contra la que había estado su cuna se había caído. ¿Y la cuna? Había rodado hasta el centro del cuarto. El bebé estaba perfectamente bien.

            A lo largo de sus años de infancia, evadió las balas que la mayoría de nosotros también logramos evitar. Todas las enfermedades infantiles, accidentes y peligros asociados con crecer, junto con algunos golpes físicos y emocionales más propinados, por desgracia, por mi papá; la suya no fue una relación fácil. En apariencia, la violencia fue principalmente psicológica, pero sin duda se trató de violencia. Es probable que eso haya conducido a Lalo a empezar a usar drogas. La tempestuosa relación con mi papá pareció crear en él una esencial necesidad de aprobación, de pertenecer y convertirse en “uno de los muchachos”.

            Durante esta época, Lalo se libró de algunas amenazas más, principalmente a su bienestar. En los muy difíciles años que siguieron, muchos de sus amigos, así como tantos otros de su generación, se convirtieron en víctimas y murieron o terminaron “quemados” a causa de las drogas. De nuevo, Lalo sobrevivió; aunque le tomó años y realmente nunca pudo dejar de usar marihuana por completo (siempre admitió su adicción a la mota abiertamente), sí dejó de usar todo lo demás y volvió a librarla.

            La última gran “hazaña” de supervivencia de su parte fue una ocasión en la que estaba hablando con alguien por teléfono durante una tormenta. Allí estaba, platicando felizmente, cuando un rayo le pegó a la línea telefónica, viajó a través de la misma y le dio a Lalo. Dijo que sintió que alguien le había dado un trancazo en la barbilla. Voló unos cuantos metros, aterrizó de espaldas sobre el piso y dijo que sintió una extraña sensación de cosquilleo en todo el cuerpo. Después, cuando le preguntó a mi mamá si creía que Dios le estaba tratando de enviar algún mensaje, ella le contestó de inmediato, “¡Sí! ¡Te está diciendo que no hables por teléfono durante una tormenta!”. La única secuela de esta aventura fue un pequeño moretón justo al centro de la barbilla. Estuvo allí por meses.

            Entonces, la pregunta tendría que ser, ¿por qué ahora? Me gustaría poder decirles que he podido encontrar la razón. Que estoy segura de que hay un gran propósito, un plan que se extiende recto y claro frente a mis ojos, pero no hay tal. Nunca podré entender por qué, después de todas esas veces en que sobrevivió, ésta fue la que le ganó. ¡Y casi engaña a la muerte otra vez! Por un tiempo, parecía que había superado al cáncer; incluso sus médicos estaban sorprendidos. Pero sí obtuvo un indulto de casi dos años enteros, cuando se suponía que sólo viviría tres meses.

            Podría ser, como le dije a mi mamá el otro día, que Dios está sacudiendo la cabeza, totalmente decepcionado. “¿Qué más quieren? ¡Se los dejé casi 55 años cuando ni siquiera se suponía que naciera!”.

            Al final de cuentas, tal vez ese sea el punto. Todos morimos. Nadie vive para siempre. Y si tenemos mucha, pero mucha suerte, nos toca pasar el rato, evadiendo balas, con gente a la que podemos amar.

Susana Olivares Bari

1 comment:

  1. Lalo no estaba equivocado con encomendarte esta tarea y con haberte insistido durante años que deberías escribir. "Sigue así, nunca cambies"

    ReplyDelete