Apr 12, 2012

Conocí a Lalo por primera vez en 1962. Como ya saben, yo era “la nueva” y aparentemente mi presencia no le fue nada grata al principio. Según lo cuenta mi Mamá, Lalo se paseaba por la casa diciendo, “¡Quiero pegarle a algo!” al tiempo que le daba de puñetazos a los cojines del sofá de la sala. Además, como tendría que ser, uno de nuestros primeros encuentros sólo sirvió para meterlo en líos.
La nueva, Mamá y Lalo
            Lalo me contó que un día entro al cuarto donde estaba mi cuna y se asomó para echarme una mirada más a detalle. Tomó una sonaja que estaba en la cuna y la empezó a agitar para divertirme. Como tendría que ser, la sonaja se le cayó, me pegó en la cabeza y yo empecé a aullar como loca. Mi mamá y todos los demás que estaban en la casa entraron corriendo y lo regañaron por “pegarme”.

            No hay recuerdo alguno de mi infancia en casa en que no figure Lalo. Veíamos la tele, jugábamos y, por supuesto, nos peleábamos constantemente. Probablemente no hallaba la manera de deshacerse de mí. Sé que lo seguía por todos lados y que, en ocasiones, inventaba “juegos” que inevitablemente terminaban con algún drama de mi parte. Recuerdo una vez que me dijo que íbamos a marchar y que yo iba a ser el general. Empezamos a marchar por todo el cuarto, yo por delante, hasta que me dijo “Síguete por la sala”. En el momento preciso en que pasé por la puerta del cuarto, la cerró de un portazo detrás de mí. ¿Yo qué hice? Aullar, claro está. Una gran parte de mi infancia la pasé llorando, gritando y acusando a Lalo. Mi mamá dice que el mantra cotidiano era “¡¡Mamimiralalo!!”, así, todo en una sola palabra, acompañada de lágrimas y gritos.

            Pero también me vengaba. Durante varios años me dio por morderlo. Cada que me hacía enojar le hincaba los dientes con una saña que ahora me da entre vergüenza y risa a un mismo tiempo. Me le colgaba como hurón enloquecido mientras él gritaba de dolor y trataba de desprenderme como pudiera. Pero, que yo recuerde, nunca me pegó. Se sacudía, le gritaba a mi mamá, me agarraba la cabeza para quitarme de encima, pero no me pegaba. Al final, se le ocurrió una idea brillante.

            Un día, después de una de las clásicas sesiones de mordidas, me dijo, “¡Ya basta! ¡Le voy a hablar al Antirrábico para que te vengan a recoger!”. Con lo que tomó el teléfono, discó quién sabe qué número y dijo, muy enojado, “¿Antirrábico? Sí, quiero que vengan por mi hermana porque siempre me está mordiendo. ¡Muy bien! Gracias.” Volteó y me dijo, “¡Ahora sí! ¡En un ratito viene por ti!”.

            Recuerdo que me congelé de pánico. Empecé a llorar y a rogarle que no dejara que me llevaran. Le prometí que nunca más volvería a morderlo. Finalmente, cedió y volvió a tomar el teléfono. “¿Antirrábico? Ya no vengan por mi hermanita. Ya me prometió que no me va a volver a morder”. Y nunca más lo hice.

Susana Olivares Bari

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