Tanto Lalo como yo aprendimos inglés
y español al mismo tiempo, a pesar de las críticas de la familia, tanto del
lado paterno como del materno, en cuanto a que nos íbamos a “confundir”. Al
parecer, al empezar a hablar, los dos tendíamos a dar una especie de “interpretación
simultánea”. Decíamos cosas como “perro-dog” o “luz-light”, en lugar de
simplemente decidirnos por un término u otro. Ya después, empezamos a separar
los dos idiomas y, por último, todos, incluyendo a mi Mamá y Papá, terminamos
hablando esa extraña combinación de las dos lenguas, el ahora afamado Spanglish,
que hasta la fecha usamos en casa.
Pero también se daban conflictos muy
extraños. Mi Mamá inscribió a Lalo en un jardín de niños bilingüe. Algunos días
después del inicio de clases, la directora le habló por teléfono, enojadísima
porque Lalo no hablaba inglés. Cuando mi Mamá fue por él, le preguntó
insistentemente que por qué no hablaba en inglés. Lalo se le quedó viendo, mudo.
Ya en la casa, el problema se resolvió como por arte de magia. Aparentemente,
le daba “pena” hablar inglés en la escuela porque los demás niños se burlaban
de él. En otra ocasión, al llegar de la escuela no quiso hablarle a mi Mamá
porque “los gringos nos robaron parte del Territorio Nacional”.
Esta biculturalidad requiere de un
equilibrio muy fino. A ambos lados de la frontera, uno es de allá, pero no. Es
de acá, pero no. Hay aceptación y rechazo a un mismo tiempo, tanto de los demás,
como dentro de uno mismo y dentro de la familia. Se termina por no ser de
ningún lado y ser de ambas naciones por igual. No se quiere ofender y de alguna
manera uno termina tratando de acoplarse a lo que se tiene frente, reminiscente
a lo que le pasa al personaje de Zelig en la película de Woody Allen. Uno se
mimetiza con sus alrededores, con sus interlocutores. Pero de alguna forma, al
final, se forja una extraña identidad dual, una especie de “Spanglish” del alma
y del corazón.
Susana Olivares
Bari
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