Anoche soñé con Lalo.
Era uno de esos sueños extraños, oscuros, que me ha dado por soñar en los
últimos años. Lalo estaba muy serio y me decía: “Tengo que decirte algo muy
importante”. El contenido de su mensaje concernía a esas luchas morales que uno
tiene siempre. Debo hacer esto, debo comportarme así, debo permitir tal o cual
cosa. La mayor parte de lo que me dijo lo olvidé al momento de despertar. Así
son los sueños. No puedo evitar que los años de estudiar psicología afecten mi
análisis del contenido onírico. Es, como diría el mismo Freud, un simple
cumplimiento del deseo. Una figura cercana que ha ido a un plano superior de
existencia, regresa de entre los muertos para darme una guía moral. Obvio. El
mensaje simplemente me da permiso para hacer lo que de principio quería hacer
(pero ahora con autorización desde el cielo). ¡Vaya! Pero la otra parte del
sueño es más vital para mí. Después, Lalo estaba acostado en su cama, como
antes de morir, y yo me hincaba a su lado y empezaba a llorar a mares, disculpándome
por no haber sabido hablar con él. Por no haber tenido el valor de decirle la
pena que me abrumaba, por temor a que me rechazara o se enojara conmigo. Lo que
más lamento de ello, y lo que me hace llorar hasta ahora, es que no pude ser yo
misma con él. El resentimiento es contra mí y contra él, por no querer hablar
del tema de su enfermedad o de su muerte, aunque fuera egoísta de mi parte. No
hay remedio ya para eso. Ya no es posible sentarme de nuevo al borde de su cama
y, en lugar de fingir que leo alguna cosa y que sólo le hago compañía, decirle
cuán incrédula estaba –y estoy– de que tuviera cáncer. Que lo extraño, que hace
falta, que la vida cambió para siempre y que me niego a aceptarlo. También aquí
el sueño me cumple un deseo. Puedo llorar a su lado y disculparme por mi
cobardía. Te extraño mucho Lalo y siempre lo haré. Ese lugar común sobre el
hueco que deja la gente al partir es demasiado real. Casi puede uno meter la
mano y dejarse devorar por ese vórtice oscuro, ese hoyo negro, que desde el momento
de ocurrir una muerte nos acompaña todo el tiempo. Ya no estás, ya no existes y
hay un vacío en el espacio. Una imagen borrosa donde antes había color. La
devastación del nuevo paisaje hace imposible olvidar lo que ha ocurrido.
Querido Lalo, ya que las palabras me fallan de nuevo, déjame robarle la
inspiración a Sabines para expresar mi dolor, aunque te enojes:
Déjame
reposar,
aflojar
los músculos del corazón
y
poner a dormitar el alma
para
poder hablar,
para
poder recordar estos días,
los
más largos del tiempo.
“Algo
sobre la muerte del Mayor Sabines”, Parte I, 1973
Gloria Padilla Sierra
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