(Parte I: LA Experiencia del Hilton de Acapulco)
Parecería que una de las cosas para
las que nació Lalo fue viajar. Es una de las personas que conozco que más ha
viajado. No en términos del número de veces, sino en términos del tipo de
lugares que visitaba y las experiencias que allí vivía. Durante sus funerales,
una de las cosas que dije de él era que, de nuevo, allí estaba Lalo, yéndose a
algún lugar exótico al que ninguno de nosotros había ido.
Como bebé y niño, viajó a EUA con mi mamá en diversas ocasiones. Ellos iban antes de las vacaciones y mi papá los alcanzaba; después, todos regresaban juntos.
Aquí en México, era frecuente que todos saliéramos a distintos lugares los fines de semana. Me acuerdo de los viajes en coche a Cuernavaca, un famoso sitio vacacional al que íbamos con frecuencia y que sólo quedaba a una hora de la ciudad. Recuerdo las advertencias típicas acerca de ir al baño porque mi papá insistía que no se iba a detener en la carretera; las interminables preguntas de ya-llegamos y la increíble emoción final cuando finalmente arribábamos, siempre cuando menos te lo esperabas. Íbamos ya vestidos en los trajes de baño, con alguna ropa encima para poder quitarnos la capa externa y correr a la alberca.
Después, durante su adolescencia, Lalo salía a otros lugares de México, como cuando iba a Acapulco con Carlos y su papá o con otros amigos. Acapulco era, y sigue siendo, un destino increíblemente popular para los habitantes de la ciudad de México debido a su relativa cercanía; en aquellos días, se encontraba a cerca de seis horas de camino en coche o autobús. En una de esas ocasiones, Lalo tuvo LA Experiencia del Hilton de Acapulco.
Básicamente, lo que me contó fue lo siguiente. En algún momento a principios de los setentas, él y unos amigos habían viajado a Acapulco de vacaciones o de puente. Una noche, decidieron tomar ácido, salir a la playa y viajar mientras veían las estrellas. Después de un rato, decidieron regresar a donde quiera que se estuviesen quedando. Mientras caminaban junto a la espuma del mar, un grupito de vagos les salió al paso.
Era tarde y la playa estaba desierta. Supieron que estaban en líos porque realmente no tenían a dónde ir. A la izquierda estaba el mar; a la derecha, las áreas de playa de los diferentes hoteles, en ninguno de los cuales se estaban hospedando; delante de ellos, sus atacantes. Todavía acelerados por el ácido, decidieron lanzarse contra ellos.
Mientras arremetían contra el grupito, uno de ellos dio un paso al frente y le dio un puñetazo a Lalo directo a la cara. Cayó de lleno hacia atrás pero, increíblemente, brincó de pie como algún tipo de muñeco mecánico, gritando como un loco. ¡Todo el mundo quedó impactado! El tipo que lo había golpeado dio la media vuelta y salió corriendo, muerto de miedo. Los otros, igual de sorprendidos y viendo la reacción de su amigo, inmediatamente corrieron tras él. ¡¡Victoria!!
Lalo y sus amigos decidieron irse por la segura y caminaron al área de playa del hotel más cercano: de casualidad era el Hilton de Acapulco. Se sentaron en las sillas junto a la alberca durante un raro y de allí caminaron al interior del hotel, atravesaron el lobby y salieron a la avenida.
Cuando Lalo me narró esta historia, no podía dejar de reírse. “¡Tendrías que haberle visto la cara al tipo! ¡No podía creerlo! ¡Yo parecía salido de una caricatura! ¡Nadie lo podía creer!”
Para él, la experiencia era icónica de su juventud, de esa era, de nuestro país. Para mí, también es como una especie de burbuja en el tiempo donde aún puedo ver su cara sonriente.
Susana Olivares Bari
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