(Parte V: de regreso a México)
A menos que nunca hayan visitado la ciudad de México o que hayan regresado a la misma después de estar ausentes un tiempo, es poco probable que puedan percibir la cualidad increíblemente musical que posee. Esto es algo que todos nosotros notamos al regresar; mi mamá y yo en septiembre de 1977, Lalo al regresar de EUA para quedarse definitivamente alrededor de 1980. La Ciudad de México, el Distrito Federal, el DF, está lleno de sonidos asociados con todo tipo de actividades distintas.
Está, por supuesto, el sonido del silbato de los carteros. El chiflido discordante, pero no desagradable, de una minúscula “flauta de pan” de tres o cuatro notas que no debe confundirse con el sonido similar del afilador, quien hace sonar su propia flauta de pan miniatura de manera más secuenciada, no de una sola vez.
También está el estridente pitazo
del camotero. Se pasea por las noches, empujando su extraño carrito construido
de un tambo cilíndrico colocado de lado, con ruedas, con un fuego ardiendo en
su interior, camotes y plátanos “horneándose” arriba y una especie de silbido
de locomotora que explota a partir de un dispositivo a presión o a vapor con un
bramido agudo que se desvanece lentamente hasta llegar a un trémulo y triste
gorjeo. Si por casualidad estuvieras junto cuando estallara, no sólo te perforaría
los tímpanos, sino que casi seguramente te provocaría un infarto escuchar ese repentino
y ensordecedor aullido a tus espaldas.
Después está el sonido repetitivo y
mecánico de las tortillerías. Todas tienen exactamente la misma maquinaria que
hace exactamente el mismo ruido sin importar a dónde vayas en la ciudad o,
incluso, en el país. Casi parecería que los fabricantes les han instalado a sus
máquinas los mismos golpes, rechinidos, crujidos y chirridos. Cualquiera que
haya vivido en México puede reconocer una tortillería tan sólo por cómo suena.
Además de todos estos, están los
ahora debilitados gritos de los distintos pregoneros, algunos de los cuales han
desaparecido casi por completo, y las nuevas y más ruidosas versiones, grabadas
y reproducidas a través de un altavoz, que anuncian tamales oaxaqueños o que
preguntan si hay “¡refrigeradores, colchones, microondas o cualquier fierro
viejo que venda!”.
Lalo regresó a su tierra natal de
visita… y se quedó para siempre. Vivió con nosotras en la calle de Dakota
durante un tiempo, donde dormía en el sofá de la sala. Consiguió trabajo como
maestro de inglés, algo en lo que era excelente, y empezó a tocar el violín en
un grupo de música “country” los fines de semana.
Más adelante se mudó a Cuernavaca, la famosa ciudad de la eterna primavera, a cerca de una hora de distancia de la ciudad de México. Allí, tocaba en distintos restaurantes y centros nocturnos con distintos compañeros músicos. Durante el día, tocaba música clásica en algunos de los restaurantes elegantes de la ciudad y en las noches tocaba en antros en conjuntos de jazz y grupos de rock. También fundó una compañía que hacía la música para comerciales de radio y televisión.
Fue en algún momento durante este
periodo considerable (cerca de 10 años) que Lalo conoció a John Grepe, un
hombre que originalmente había sido seguidor del Cuarto Camino de Gurdjieff y
Ouspensky, pero que se había convertido al Catolicismo junto con Rodney Collin,
el “heredero” directo de las enseñanzas de Ouspensky. Grepe fue tremendamente
influyente en la vida de Lalo y, en muchos sentidos, se convirtió en una figura
paterna estable para él. Fue a través de Grepe que Lalo “regresó” al
Catolicismo y que se dedicó fervientemente a la fe de su infancia.
Grepe dirigía grupos de estudios
bíblicos que además se dedicaban a hacer obras de caridad. Entre algunas de las
cosas que hacían estaba la escenificación de Pastorelas en asilos de ancianos
pobres. Poco a poco, Lalo se fue adentrando cada vez más en la religiosidad.
Aunque en algunas ocasiones su extremismo religioso nos llevó a tener
desacuerdos, también es cierto que su fe lo sostuvo a través de su enfermedad y
lo ayudó a enfrentar su muerte de la manera en que lo hizo. Cuando le dieron la
noticia de que el cáncer sólo le permitiría entre seis meses y un año de vida,
Lalo le dijo a mi mamá, “No me quiero morir, pero si Dios ha decidido que es
hora que me vaya, me tendré que ir”. Nunca he visto a nadie que haya enfrentado
la muerte con el aplomo, la tranquilidad y la dignidad que mostró Lalo hasta el
final.
Susana
Olivares Bari
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