Jan 19, 2012

Carlos y Lalo, Pumitas de la UNAM
     
Érase el año de 1970. No era la primera vez que mi padre nos invitaba a pasar un fin de semana en Acapulco. Mi padre era piloto privado y volaba un Cessna 185. En este viaje ya la pregunta no era “¿A quién vas a invitar?”, sino “¿Vas a invitar a Lalo?”. “Of course, chief”, le dije.
    Y ahí vamos. 
     Después de un agradable chat con la intención fallida de despertar camino al aeropuerto de la ciudad de México que, según recuerdo, todavía no se llamaba Benito Juárez, por fin llegamos al área de hangares. La costumbre era despegar antes de que amaneciera para que la niebla, que suele aparecer de manera cotidiana en el Valle de Texcoco, no nos retrasara.
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       La avioneta nos esperaba dentro del hangar No. 6-B. El procedimiento consistía en sacar manualmente la avioneta del hangar. Esto se lograba empujando la avioneta de una parte que conectaba el ala con el fuselaje. Pues a mi amigo Lalo se le ocurrió que era más fácil jalar que empujar. Nos encontrábamos los tres empuje que empuje y jale que jale cuando escuchamos un “¡Aaaay!” de parte de Lalo. Cuando llegamos a donde estaba, se encontraba en el suelo sin el zapato derecho y su pie milagrosamente intacto. Lalo había sido atropellado por la avioneta. Ni mi papa ni yo dábamos crédito. La verdad nos orinamos de la risa. Acabamos en Acapulco y mi papa nos dio una lana para unos zapatos para Lalo.
Carlos Pardo

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