Jan 25, 2012

A Lalo:
Amigo, te me vas y te me quedas,
tomaste un atajo inesperado.
Te alejas a otro paso, adelantado.
Alzando vuelo sobre las veredas.
No creas que tu violín ya se ha callado.
el arco sigue tenso con sus sedas.
No creo que donde estés, tú ya no puedas sonar tu viejo blues apasionado.
El cuerpo se deshoja, árbol muerto.
Misterio de la vida, ineluctable vuela en calma, tu fruto está en el huerto.
Ya sabes del dolor, eres experto.
Mas dejas un aroma de algo amable y sabes que el amor es siempre cierto.
Tu viejo amigo, Jorge

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Jorge Ritter ha sido amigo de Lalo desde siempre. Sé que, para Lalo, Jorge era mucho más que un amigo, era su hermano. Desde el momento en que Jorge
y su esposa, Estela, le pidieron a Lalo que fuera padrino de sus hijos, Lalo ya nunca se refirió a ellos como “mis amigos”. Ese hecho formalizó lo que ya era una realidad en la vida de Lalo. Convertirse en el “compadre” de Jorge y Estela le dio un título oficial, una forma evidente de expresar lo que, de alguna manera, no podía decirse de otro modo sin que sonara banal o trillado.

            “Lalo y Jorge” se volvió un vocablo de uso común que más adelante se sustituyó por “los compadres” con exactamente el mismo significado. La unidad de dos personas singulares conectadas por un sinfín de experiencias, aventuras, penas, lágrimas, trabajo, música y risas; muchas, muchas risas. 
            Una noche de agosto del 2011, Lalo se acercó a la muerte por primera vez. Parecía que su vida terminaría esa madrugada. Acostado en su cama, con los ojos bien abiertos, empezó a oír música y a ver cosas del mundo invisible.  
            “¿Oyen?” Inclinaba la cabeza y sonreía de oreja a oreja. “¡Esa se la sabe mi compadre!”

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