Sin importar cuánto busque las palabras que necesito para expresar mis sentimientos acerca de la música y del lazo que existía entre Lalo y yo a causa de ese amor y de mi necesidad de que formara una parte muy integral de mi existencia, sencillamente me evaden. Es posible que sea precisamente debido a que la música me es tan importante que mis sentimientos en cuanto a la misma y a lo que evoca en mí no puedan escribirse. Tal vez si pudiera cantar mis sentimientos, mi intención se aclararía.
No puedo recordar algún momento en mi vida en que la música no fuese fundamental. Algunos de mis primeros recuerdos son de estar sentada en una pequeña mecedora junto a la Victrola, escuchando a las bandas de jazz y sus vocalistas aunque, por supuesto, en ese momento no tenía idea del género, sólo que los sonidos eran felices; o de quedarme dormida en la noche al sonido de las dulces interpretaciones de mi abuela de las canciones de cuna irlandesas. Para los dos o tres años de edad, ya me encontraba plantada en el escenario de alguno de los clubes nocturnos en los que aparecían mi papá o mamá —La Cueva de los Vientos, el Bar de Plata de Russell, el Sombrero de Cristal del Hotel Congress— cantando con toda el alma. A petición de mis padres, alguno de mis tías o tíos se aseguraban de que me pudieran incluir en sus presentaciones de vez en vez. De modo que no cuesta trabajo comprender que el amor por la música se convirtiera en parte de la herencia de mis hijos; ni tampoco, especialmente en el caso de Eduardo, que eligió convertirse en músico, que fuera una parte cada vez más importante de nuestra relación.
Era un guitarrista particularmente
dotado, pero a la larga decidió que prefería expresarse por medio del violín,
tanto de manera clásica como, más adelante, a través de sus interpretaciones o
composiciones. Hay una fotografía de él como a los dos años de edad con un
violín de juguete y siempre se burlaba diciendo que si yo le hubiese dado un
violín verdadero hubiera podido convertirse en un virtuoso, por lo que yo era
la responsable de haber atrofiado su desarrollo creativo.
Se deleitaba en hacerme rabiar por lo que fuera y buscaba cualquier posibilidad con deleite. Era igual de latoso con su hermana, que a la larga se enfurecía, momento en el cual alegaba ausencia de malicia intencional y rogaba que lo perdonara, lo que ella normalmente hacía, aunque a regañadientes.
No puedo imaginar mi vida sin él y
sin embargo, es algo que ahora es una realidad, una muy difícil realidad. La
gente sigue recordándome que es “algo” que tengo que aceptar. Esto me llena de
incredulidad ante su comprensión de la vida: ¡¡¡no tengo otra opción!!!
Patricia
Bari Frew
No comments:
Post a Comment